En la carrera por reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) para enfrentar la emergencia climática, el 99% de las veces apuntamos a los combustibles fósiles, las industrias contaminantes, la producción de energía y el transporte como los principales responsables de la crisis. Pero olvidamos que gran parte de lo que de allí surge se transforma en bienes o servicios que terminan en nuestros hogares y son, por tanto, consumo. De hecho, un estudio realizado en 2018 mostró que el 19% de las emisiones de GEI de la Unión Europea tenían su origen en los hogares. Y solo una quinta parte de ello venía del uso directo de combustibles fósiles para calefacción y vehículos privados; el resto eran productos finales usados en los hogares.
El consumo sustentable tiene, por tanto, un rol directo en la mitigación de emisiones a nivel global. Nuestra huella es fuerte en aspectos como la calefacción y la movilidad, pero también en otros como la alimentación, el consumo de agua, el uso de recursos y las emisiones de carbono. Y en ello, uno de los pocos -o el único- aspecto positivo de la pandemia de Covid-19 es que somos un poco más conscientes de ese impacto. Estudios recientes muestran que el consumidor chileno hoy es más consciente al momento de definir una compra: que prefiere aquellas respetuosas con el medio ambiente, éticas y socialmente responsables; que se preocupa por el desperdicio de comida, y que está prefiriendo los productos locales, entre otros. Y lo mismo ocurre a nivel global.
Pero aún frente a este aparente cambio de tendencia en los consumidores, y a un incremento en la toma de consciencia del impacto de los hábitos de compra, varios estudios han demostrado que existe una brecha entre las buenas intenciones de los consumidores y su comportamiento real. Un ejemplo claro de esto lo mostró la Encuesta Nacional del Medio Ambiente de 2018, donde el 50% de las personas afirmaba reciclar semanalmente, lo que contrasta con el 2% de los residuos domiciliarios que realmente se reciclan en el país.
Y esto ocurre porque la sostenibilidad no es lo único que las personas tienen en cuenta al momento de definir una compra, sino que también están influenciados por el precio, la disponibilidad y la conveniencia, los hábitos, los valores, las normas sociales y la presión de los compañeros, el atractivo emocional y la sensación de marcar la diferencia. Los patrones de consumo sirven a las personas para comunicar quiénes son, a si mismos y a los demás. Y, finalmente, están marcados principalmente por los ingresos.
No obstante, hay evidencia de que los consumidores están cambiando. De acuerdo a un reciente análisis del Parlamento Europeo bajo el título “Sustainable consumption: Helping consumers make eco-friendly choices”, una encuesta sobre las actitudes de los ciudadanos realizada en marzo de este año mostró que el medio ambiente era muy o bastante importante para el 94% de ellos, y dos tercios coincidían en que sus hábitos de consumo tenían efectos negativos sobre el medio ambiente.
La modificación de los patrones de consumo y producción se mencionó con mayor frecuencia como la mejor manera de abordar los problemas ambientales: algo más del 30% de los encuestados. Según la Agencia Europea del Medio Ambiente, el movimiento hacia un estilo de vida más sostenible está siendo liderado por la generación más joven, especialmente los millennials. También es más probable que busquen satisfacción de formas no materiales, incluso mediante la adopción más frecuente de estilos de vida minimalistas y frugales, una opción también conocida como simplicidad voluntaria. Pero más que esperar el cambio generacional, se requiere de un cambio de rumbo generalizado hoy, que incluya a todos los ciudadanos. Y en ello, el impulso al consumo sostenible juega un rol clave.