La historia de Rubrum comenzó a escribirse cuando Dania Salazar, compañera de Juan Carlos Barrera, esperaba en su vientre a su hijo Salvador. Por entonces la pareja entendió que su pequeño requeriría vivir en un planeta más limpio. Barrera recordó un viaje que realizó por algunos países de Sudamérica, donde aprendió a tejer fibra a partir del nexo que forjó con distintos maestros del oficio. De vuelta recaló en Chonchi, donde conoció a María Báez, una tejedora que le enseñó las técnicas del telar tradicional chilote, llamado kelgwo, y que le ayudó a profundizar sus conocimientos. “Gracias a ella tuve mi primera incursión con la madera, porque tuve que construir mi propio telar”, cuenta Barrera.
Él había abandonado su carrera de Ingeniería en Sonido, y tras la aventura rutera volcó toda su energía a una nueva idea que venía brotando de su cabeza como una raíz. Era 2013, y él no tenía la mínima noción de sustentabilidad ni economía circular. Sin embargo, apeló a su pasado como skater y se le encendió la ampolleta. Le comunicó a Dania, de profesión diseñadora, acerca de su pretensión de darle un nuevo uso a las tablas de skate. Y se lanzaron a la piscina.
“Fue algo bien intuitivo. Yo quería utilizar un material que fuera endémico y que no tuviera una carga de impacto asociada ni en materias primas ni en procesos productivos. Yo practicaba skate hacía bastante tiempo, pero nunca lo había visto como materia prima”, dice el emprendedor.
De pronto advirtió que la madera del skate tenía una trama predeterminada, tal como en el tejido en telar. En otras palabras, visualizó esa línea de colores que se conoce como la veta de la madera, y se dio cuenta de que podía reciclarla. Partió trabajando sus propias tablas de skate en desuso, luego las de su círculo de amigos, y el proyecto fue creciendo a la velocidad de la luz. Creó unos módulos de acopio en tiendas y escuelas de stakeboard, y hacía campañas de sensibilización para que los aficionados a este deporte -o escuela de vida- donaran sus tablas rotas.