Isabel Coll: la “embajadora” de Monte Patria que salvó de la muerte a un emblemático algarrobo
En el pueblo de Rapel, ubicado en la comuna de Monte Patria del Valle del Limarí, tiene su casa y un parador turístico esta mujer chilena cuyos abuelos llegaron a Chile desde Mallorca. Reconocida por el amor a su tierra, la promoción del turismo local y la defensa de la naturaleza frente a la sequía y al poder omnipresente de los monocultivos, Isabel encabezó en 2005 una campaña para evitar la tala de un añoso algarrobo de la zona durante un proyecto de pavimentación de una ruta.
“Ahí está el hermano árbol”, murmura Isabel Margarita Coll Gaete, cuando desciende de su vehículo para saludar afectuosamente a un algarrobo emblemático ubicado a la vera de la ruta pavimentada entre los pueblos de Juntas y Rapel. Ciertamente no es el Rapel de la Región de O’Higgins, próximo a Melipilla, sino otro Rapel que conforma uno de los cinco valles de la comuna de Monte Patria, en la Región de Coquimbo, que son al mismo tiempo los nombres de los ríos: Rapel, Grande, Huatulame, Mostazal y Ponio. Con una salvedad: en esta época de megasequía y comúnmente durante los meses de verano, los ríos son, en realidad, hilos de agua.
Isabel -una verdadera celebridad en su pueblo de Rapel, saludada por medio mundo y reconocida como emprendedora turística local, amante de las letras, la música y la pintura- toca las hojas de este histórico algarrobo que ella misma salvó de morir decapitado. Lo hace con cuidado, como casi rozándolas, como si efectivamente acariciara a un “hermano”. Lo mismo con los “tacos” que protegen a los frutos de este árbol que, según relatos familiares, los acompañó desde tiempos remotos.
Esta especie estaba condenada a ser talada si no hubiese sido por la campaña que lideró Isabel Coll en el año 2005, cuando un proyecto de pavimentación del referido camino amenazaba con la eliminación del árbol gigante, cuya inmensa sombra ofrece protección a lugareños y turistas para el sol calcinante que reina en la zona. Coll relata esta historia mientras huele el fruto de los “tacos” que el mismo árbol deja caer a la tierra. Con ese fruto ella ahora prepara harina de algarrobo.
“Las primeras personas que vinieron tres años antes de la pavimentación eran un ingeniero y un topógrafo, que se quedaron en mi casa. Ellos levantaron información y luego se citó a todo el pueblo de Rapel, en la junta de vecinos. Ahí nos contaron todos los detalles. En esa asamblea yo pregunté qué iba a pasar con el algarrobo que está a mitad de camino entre Juntas y Rapel”, recuerda Coll. La respuesta fue que el citado árbol quedaría como una isla: entre un camino de ida y un camino de vuelta.
La pavimentación del camino, necesaria para conectar pueblos desperdigados por los valles, avanzó sin frenos, pero sólo quedaba saber qué iba a pasar con el sector donde estaba el algarrobo. Volvieron a llamar a reunión a vecinos y vecinas para conocer su opinión respecto del tema. Dijeron que por protocolos internacionales no podían dejar el árbol como una isla, por lo que había sólo dos alternativas: podar o matar el algarrobo.
Sólo dos personas de la asamblea hicieron causa común con la opción de Isabel de podar el algarrobo. Ganó por mayoría la alternativa de cortarlo. El destino estaba sellado para el antiquísimo algarrobo. Isabel estaba intranquila e intentó persuadir a las autoridades del error que, según ella, estaban cometiendo. “El dueño de la empresa que estaba pavimentando vino a hablar conmigo y me dijo: ‘quédese tranquila, porque lo último que haremos de camino será el pedazo donde está el algarrobo’”.
Por el contrario, Isabel no se quedó tranquila. De inmediato pasó a liderar una campaña para salvarlo de la muerte. “Convidé a tres mujeres que viven en Rapel, en quienes yo creía que se podían atrever, porque acá la gente les tiene miedo a los patrones de fundo. Nos vestimos de negro y le colgamos unos letreros que hicimos en el computador”, cuenta Coll.
“Me matan porque soy viejo”, “Si me matan va a morir parte de la historia de este valle”, “Ayúdenme, no quiero morir”, se leía en los carteles que pegaron en el legendario tronco del algarrobo. Sólo en ese momento, recuerda Isabel, la comunidad rapelina comenzó a tomar conciencia del patrimonio natural que estaban perdiendo. Finalmente, la lucha librada por Isabel y otras valientes mujeres dio sus frutos, tal como el algarrobo: el MOP desestimó la tala del árbol y cambiaron la dirección del camino. No faltó quien rumoreara que Isabel estaba paralizando la pavimentación del camino. Ahora sólo se ríe al contarlo.
“Cuando Monte Patria cumplió 400 años me reconocieron como ciudadana destacada y me encantó que lo hicieran por la historia del algarrobo. Me encanta eso de las comunas pequeñas, alejadas de los centros urbanos, en que las pequeñas cosas que tú haces, te las reconozcan. Son cosas que no me significan más que tiempo. Sólo he tratado de ayudar y hacer entender que no hay que seguir destruyendo la naturaleza. Si tú miras hoy las plantaciones, en esta tremenda sequía que estamos sufriendo, siempre hay cuatro o cinco algarrobos que se conservan verdes”, agrega Isabel, develando la resistencia de los árboles nativos en un ecosistema que hoy le es adverso. Casi todos los cerros de los valles de la comuna de Monte Patria están colonizados por plantaciones de paltas y mandarinas para exportación. La actividad pisquera artesanal sobrevive, no sin sobresaltos.
Isabel, incluso, cuenta como anécdota que su “hermano” algarrobo se resistió a ser perforado por un grupo de ingenieros forestales que buscaban determinar la edad exacta de aquél. La técnica se llama dendrocronología. Básicamente consiste en un conjunto de principios y métodos que permiten datar los anillos de crecimiento anuales de los árboles. “Intentaron perforarlo varias veces con un tubo en distintos lugares del tronco y en ramas gruesas, y no lo lograron. Sentí que el árbol se resistió a que lo dañaran”, piensa ahora ella.
Todo el movimiento de defensa del algarrobo quedó registrado en el documental “Maravilla de un pueblo”, dirigido por el documentalista y músico Ángel Torres, amigo de Isabel Coll. En la carátula del DVD se reseña que el árbol había intentado ser talado en dos ocasiones más, sin éxito: 1947 y 1998; de manera que la historia del añoso algarrobo es, además, una historia de resistencia.
“Intentaron perforarlo (el algarrobo) varias veces con un tubo en distintos lugares del tronco y en ramas gruesas, y no lo lograron. Sentí que el árbol se resistió a que lo dañaran”.
Isabel conectada con Mallorca
Cuando era pequeña, Isabel Coll vivía en un campo cerca de la costa de Coquimbo y La Serena, y solían desplazarse a la zona rural de Pedregal de Rapel, donde hoy tiene su casa y un parador turístico que ella misma bautizó como Curantú (“piedra calentada por el sol”, en mapudungun). Hasta allí llegaba su familia porque su madre sufría de asma y el clima cordillerano le sentaba muy bien a su salud. Los dos abuelos de Isabel eran de Mallorca, pero se conocieron y enamoraron en Chile. Un tío abuelo llamado Onofre Juliá era dueño del terreno que en aquel tiempo visitaban, y que actualmente pertenece a Isabel.
En su casa y alojamiento cuenta con una piscina, apetecida por las y los vecinos para capear el sofocante calor, y con cabañas para turistas. En el predio cuenta con gallinas que le proveen de huevos sanos, y los vegetales y frutas que cultiva no utilizan ningún químico. Es un lugar pródigo de belleza, con vista de fondo al imponente Cerro Tomes, y que cuenta con cientos de detalles dignos de observar con detención: letreros antiguos de fierro, obras de artesanos locales, pinturas propias y de otros autores, galvanos que ha recibido por su fecunda labor en el valle, instrumentos musicales comprados durante sus viajes. De noche, las estrellas brillan como candiles al girar la vista hacia arriba, fruto de la pureza de esos cielos del infinito. Durante el día, en cambio, su perrito Tallo desfila por el hogar y se deja acariciar con suavidad.
Sin embargo, antes de adquirir estos terrenos, Isabel vivió largo tiempo en su natal Santiago, trabajando como funcionaria del Banco Central. Casi a fines del siglo pasado, Isabel comenzó a frecuentar el valle del río Rapel que le removía el corazón, gracias a una prima de su papá que allí vivía. “Me reencanté con esta tierra”, revela Isabel, quien en el año 2000 dejó su trabajo en el Banco Central y compró el terreno de Rapel.
“Me vine a esta tierra exponiéndome a que me fuera pésimo o a que no me acostumbrara. Me la jugué por completo. Mi hermano siempre me dice: ‘Quemaste todas las naves y te admiro por eso’”, cuenta Isabel Coll, quien desde 2002 participó directamente en el diseño y construcción de la casa que, en principio, iba a ser sólo una segunda vivienda. No obstante, con el proceso en curso, conjeturó que la mejor decisión era construir una casa para vivir, y no para venir. “Cuando veía el Cerro Tomes sentía una voz interior que me decía que aquí tenía que vivir”, relata. Hace más de 20 años que Isabel habita este territorio, y se le inflama el pecho al contar “cómo la cuido y cómo ella me acoge”.
Cuando ya se había asentado en el territorio rapelino, Isabel comenzó a pensar por qué Monte Patria es sólo conocida por las paltas, las mandarinas, las uvas y los crianceros de ganado caprino. Esto, sin contar la molestia que le produce cuando la gente confunde Monte Patria con Montegrande, el pueblo del Valle de Elqui, ubicado en la misma región, donde Gabriela Mistral creció como maestra rural; o cuando el turista habla a secas del “Valle”, por el Valle de Elqui, en circunstancias de que no hay un solo valle, sino muchos valles, como el de Limarí, cuya promoción turística es bastante escuálida. “Cuando he estado en Santiago he hecho encuestas a la gente por si saben dónde queda Monte Patria. No tienen idea”, afirma, con honda decepción.
“Cuando inventaron el riego tecnificado por goteo, cambió toda la situación acá, porque eso permitió colonizar los cerros y hacer cultivos en las laderas. Han ido matando los cerros”.
“Me dolía que Monte Patria estuviera tan atrasada en el turismo. Entonces formamos un comité con gente que tenía apoyo de INDAP para promocionar estos valles. Hicimos amistades con gente de la municipalidad, con la gobernación, con Chile Emprende. Gracias a una recomendación de Sercotec, cuando aún no pensaba transformar su casa en un alojamiento turístico, se adjudicó un fondo de la Unión Europea con el que pudo ampliar su espacio y formalizarse en 2005, el mismo año en que defendió el algarrobo. Fue ella quien trazó el camino del turismo rural en la zona.
Es más, cuenta Isabel, como no llegaban turistas, hubo que inventar un concepto para esos cinco valles de la comuna de Monte Patria que no estaban en el hablar cotidiano. Lograron diseñar unos letreros que dirían “Ruta de los Valles Escondidos”, un concepto inventado que sin embargo sería para difundir las bondades de esas tierras, hoy horadadas por la sequía y por la masiva presencia de los monocultivos que secuestran el recurso hídrico. En un breve recorrido en auto por los valles, se puede apreciar que uno de esos carteles ruteros fue intervenido con un parche, a modo de protesta: en vez de “Ruta de los Valles Escondidos” dice “Ruta de los Valles Saqueados”.
“La inquietud por el cuidado de la tierra y el amor de la naturaleza siempre lo he tenido, sólo que trabajar en un banco durante 36 años te limita. Todo lo que tengo es orgánico. Es una barbaridad que los monocultivos hayan matado la flora autóctona. Pero aquí tengo frutales de variedades originales que yo misma planté, como los almendros. Acá se comparten semillas. Siempre he tenido una chacra con tomates “cerebro”, que son grandes y arrugados al medio”, agrega Isabel.
Además, en su predio, logró plantar quinoa con mucho éxito, en una zona de estrés hídrico como en la que vive. En aquel período se vinculó con un programa del Centro de Estudios Avanzados en Zonas Áridas (CEAZA) para reintroducir este cereal como alimento básico en la región. “Viajaba dos o tres veces a la semana a La Serena para participar de esos cursos y en realidad la quinoa se me dio maravillosa. Incluso se hicieron experimentos para probar los beneficios de este cereal”, recuerda Coll.
Sin embargo, nada es igual a lo que Isabel experimentó cuando llegó a vivir ahí a comienzo de este siglo. “Antes llovía a cántaros”, expresa con indisimulada tristeza. Ahora, en cambio, los cerros claman por la milagrosa llegada del agua, mientras se sigue perdiendo la biodiversidad que caracterizaba al territorio. Para regar, ella tiene turnos, tal cual como lo hacen sus vecinas/as. Como una forma de amortiguar la crisis hídrica, Isabel mandó a construir un estanque que se llena sólo cuando hay “años buenos”; es decir años lluviosos que se proyectan como cada vez más infrecuentes. Aunque ella no pierde la esperanza.
“Cuando inventaron el riego tecnificado por goteo, cambió toda la situación acá, porque eso permitió colonizar los cerros y hacer cultivos en las laderas. Han ido matando los cerros. Antes se usaba el agua de los canales, se usaban mangueras y todo era más primitivo”, lamenta Isabel Coll, quien se siente una embajadora cultural de su Rapel adoptivo y amado.
Uno de los galardones que más orgullo le provoca a Isabel es haber recibido el Premio a la Cultura y las Artes “Mario Lorca”, en homenaje al legendario actor de 96 años. “Por su gran aporte y compromiso al desarrollo cultural de la comuna de Monte Patria”, reza el texto del diploma de honor. Isabel ha escrito muchos textos de ficción y no ficción, acerca de sus vivencias en Rapel, que alguna vez pretende verter a un libro. Pudiera por ejemplo partir por escribir por qué al Cerro Tomes le llamaban Don Pancho. Era porque en el sector vivía un ciudadano español, llamado Pancho Bou. La gente del pueblo solía decir que Don Pancho se había puesto el sombrero cuando el referido cerro se cubría de nubes.