Catherine Dougnac, directora científica de WCS: “Las turberas deben pasar de un recurso minero a un recurso natural sometido a evaluación ambiental”
La experta de la organización conservacionista analiza la importancia de estos ecosistemas, abundantes en la zona sur-austral de Chile, como grandes retenedores de carbono en el contexto de la lucha contra el cambio climático. Incluidas en los compromisos pactados en los NDC del país, las turberas son explotadas indiscriminadamente en Chiloé, pero una ley en discusión en el Congreso pretende regular su extracción y promover su protección.
Actualmente en discusión en la Comisión de Medio Ambiente de la Cámara de Diputados, la ley de protección de las turberas es clave dentro de las políticas de biodiversidad en Chile a la luz del último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) que arrojó conclusiones luctuosas para el futuro del planeta.
Definidas como un tipo de humedal en el que se produce acumulación superficial por capas de material orgánico en estado de descomposición, las turberas se hallan en la zona sur y austral de Chile y cumplen un papel preponderante en la regulación del cambio climático. Según datos de 2019, las turberas son capaces de retener 4,7 veces más carbono que toda la biomasa aérea de los bosques chilenos, de manera que su protección puede contribuir medularmente a las metas de carbono neutralidad fijadas por el país.
Sin ir más lejos, las turberas fueron incluidas por primera vez en abril de 2020 en la actualización de los NDC de Chile en el marco del Acuerdo de París. Ahí se plantearon tres objetivos: al 2025 contar con un inventario nacional de turberas; implementar métricas para evaluar sus aportes a la mitigación y adaptación al cambio climático; y finalmente formular planes piloto de manejo en cinco sitios de áreas protegidas.
Sin embargo, la protección de la turbera se ve frenada por ser considerada aún un recurso fósil, por lo que sufre una explotación indiscriminada en Chiloé, lo que ha provocado alteraciones en los ecosistemas isleños, así como también dificultades en el acceso al agua. En Magallanes, en cambio, sucede un ejemplo un poco distinto. Buena parte de las turberas ahí localizadas están bajo protección, y las que están en el Parque Karukinka de Tierra del Fuego son administradas por WCS Chile, organización que ha sido invitada a exponer en la Comisión de Medio Ambiente respecto de la ley.
País Circular habló con su directora científica, Catherine Dougnac, para conocer más acerca de las turberas en tanto reguladoras del cambio climático. Ella es médica veterinaria y doctora Ciencias Silvoagropecuarias y Veterinarias, enfocada en Medicina de la Conservación.
-Catherine, ¿qué dice la evidencia científica respecto del rol que cumplen las turberas en la lucha contra el cambio climático?
-Primero, hay que decir que tendemos a enfocarnos en ciertos ecosistemas o especies que están de moda. Es importante dejar en claro que restaurar la biodiversidad en general nos ayudará en la lucha contra el cambio climático. No obstante, las turberas tienen particularidades destacables y en Chile tenemos bastantes de ellas. Yo hago un símil con el petróleo, aunque es una simplificación, pero es para entenderlo mejor. En la turbera se acumuló materia orgánica, se descompuso y tenemos un combustible que viene de la descomposición. Cuando quemamos combustible, liberamos gases a la atmósfera, sobre todo CO2 y metano que contribuyen al efecto invernadero. Las turberas tienen dos capas: una superior que es vegetal y bajo eso, la turba. Como es un petróleo vegetal, digámoslo así, tiene mucho carbono acumulado. Es la gracia que tienen, al igual que los árboles: si tengo el árbol vivo, acumulo carbono; si muere, libero carbono. Por lo tanto, es lo mismo con las turberas. Si las destruimos, si las usamos, todo ese carbono se va a estar moviendo. Son ecosistemas complejos, porque son sumideros de carbono y tenemos que conservarlas.
-Ustedes han sido invitados a la discusión de la ley de turberas. ¿Están a favor de la prohibición total del recurso o más bien de promover una extracción controlada? Te lo pregunto por lo que sucede en Chiloé, donde hay una explotación desmedida que está causando muchos impactos medioambientales…
-Es una pregunta difícil, porque de las turberas se saben cosas, pero no sabemos todo. La conservación es una ciencia dinámica en que vamos aprendiendo del trabajo que vamos realizando. En conservación no se es tajante en una u otra cosa. Para nosotros sería ideal no tocarlas, pero también hay que entender que en otras partes del mundo dependen del recurso, se genera economía local y es valioso de explorar. Pero hay que ser cuidadoso y consciente. Hay experiencias internacionales en que hicieron restauración de turba, y lo que nosotros queremos lograr es que haya emisiones netas cero. Cuando uno piensa en extracción, debe ser una extracción sustentable, porque la sociedad depende de la biodiversidad. Uno está abierta a la discusión; es difícil oponerse a algo 100 por ciento, pero lo ideal es que las turberas pasen de recurso minero abierto al Ministerio del Medio Ambiente, y que se use como un recurso natural.
“Quienes trabajamos en esto sabemos que el informe del IPCC no fue nuevo, que la ciencia viene hablando del cambio climático desde hace mucho tiempo, pero no la estamos escuchando. La ciencia no nos quiere hacer daño, sino ayudarnos a prosperar. La urgencia de nuestro trabajo sigue siendo la misma, no nos desalienta, sino que nos inspira a buscar aliados para sumar más voces a la causa”.
-¿Ese sería el piso mínimo que debiera contener la ley en curso?
Efectivamente. Que la turbera deje de ser considerada un recurso minero que dependa de los ministerios de Economía y Minería, y sea regulado por el Ministerio del Medio Ambiente como un recurso natural sometido a evaluación ambiental. Igual estamos contentos con el avance de la ley. Es importante que se discuta. Uno sabe cómo son las leyes. Pero que además las turberas estén en los NDC para mitigación y adaptación es un paso relevante. Podríamos ir más rápido, pero es una alegría ver que se avanza.
-¿Qué sucede con algunos ejemplos de países como Inglaterra y Escocia, que han intentado sin éxito restaurar las turberas, y se llama a no tocarlas.
-Es que, claro, una turbera es como tener un glaciar en la tierra. Si nos vamos a una cosa casi filosófica, como solución es fácil prohibir. Pero cuando entramos a mensurar y regular, ahí entramos en problemas, porque ¿cómo uno fiscaliza? Es difícil. En Inglaterra no funciona, se dice que no las toquemos, pero por otra parte la población crece. Tenemos que estar abiertos, pero entiendo que es un recurso valioso para ignorarlo y extraerlo. Tenemos que llegar a una respuesta porque dependemos de las turberas. Si no, vamos por mal camino.
-Están a cargo del Parque Karukinka. ¿Por qué es tan dispar la protección ahí y en otros sitios como Chiloé?
-Efectivamente administramos el Parque Karukinka, son como 300 mil hectáreas, de las cuales casi todas son turberas. Ahí están protegidas por un tema geográfico, los habitantes son muy pocos y la densidad es baja. No es fácil acceder a la turba; en Chiloé, en cambio, están más accesibles. Frente a la necesidad, tengo el recurso a la mano y lo vendo al mejor postor. Las ubicadas en Tierra del Fuego son menos accesibles, pero también tenemos castores que están haciendo daño en las turberas.
-¿Estamos haciendo el trabajo que corresponde en el resto de las áreas de la biodiversidad ante la urgencia que demandó el último informe del IPCC?
-Siento que hemos avanzado, pero nos falta mucho, estamos al debe con nuestras otras políticas. Uno lo ve en el país, pero es un problema del mundo: no estamos lo suficientemente conectados con el ecosistema, no nos damos cuenta de cómo dependemos de él. Se abordan de manera muy dispersa, nos cuesta entender el ecosistema como un todo. La turbera, en ese sentido, es un ecosistema que sostiene mucha biodiversidad. Pero por otro lado, no vemos la urgencia ni la magnitud de que dependemos de los ecosistemas, y que nuestras economías están basadas en los recursos naturales. El escenario es desalentador, porque la velocidad con la que trabajamos no es suficiente.
-¿Sientes que en el mundo de la conservación se profundizó esa sensación de alarma con el informe IPCC?
-Quienes trabajamos en esto sabemos que no fue nuevo, que la ciencia viene hablando del cambio climático desde hace mucho tiempo, pero no estamos escuchando a la ciencia. Lo del COVID también se advirtió. La urgencia de nuestro trabajo sigue siendo la misma, no nos desalienta, sino que nos inspira a buscar aliados para sumar más voces a la causa. Cuando fue lo de la capa de ozono, se escuchó a la ciencia y eso fue una luz de esperanza. La ciencia no nos quiere hacer daño, sino ayudarnos a prosperar.
-Y entonces, en aras de la biodiversidad, ¿es un contrasentido discutir y aprobar Dominga?
-Sí, claro. Insisto: atacar a los pingüinos incide en todo el ecosistema. Desde el 2010 se arrastra este proyecto y se rechazó. Entonces pensemos en otra cosa. Ciertamente la comunidad necesita empleo, pero la misma biodiversidad puede ayudarnos. Por qué no nos volcamos a esa conservación para pensar a largo plazo. Pensamos en cinco años, pero tenemos que pensar en un horizonte de 10 a 15 años. Es increíble que tengamos que salir a defender lo obvio.
-A nivel de políticas de biodiversidad, ¿el informe IPCC abre una nueva oportunidad de explorar otros campos de protección?
-Lo del IPCC es una noticia terrible, pero la ventaja es que justamente nos da esa esperanza de trabajar en los otros ecosistemas que capturan carbono: los océanos, las macroalgas. Es importante tener esos registros, que se extraigan de forma sustentable, tener más ojos en los otros recursos. Que en política forestal no reforestemos con cualquier árbol, sino con lo que corresponde. Es hora de escuchar a la ciencia.