Los desastres no son naturales, sino que éstos son la consecuencia de cómo enfrentamos los riesgos, (en estricto rigor, peligros). Las pandemias son peligros biológicos (UNISDR, 2009, hoy UNDRR) y aun cuando tengan su origen en la naturaleza, al tratarse de un evento potencialmente desastroso, el cómo nos hacemos cargo de éste –tanto en el ámbito preventivo como reactivo– es lo que determina el número de pérdidas materiales y humanas. En los últimos meses se ha hablado mucho del COVID-19 y de que el cambio climático puede generar consecuencias más graves que una pandemia, pero esta última afirmación no es innovadora, pues son muchos los estudios, discursos políticos, de ONG y de profesionales de la ciencia que nos instan a hacernos cargo del problema e incluso como país miembro de la ONU hemos suscrito el Marco de Acción de Hyogo (2005) y de Sendai (2015), comprometiéndonos a reducir los riesgos de desastres, pero ¿aun conscientes de aquello, estamos actuando acorde a la urgencia?
Hoy quiero insistir en el mensaje del libro que con mucha premura publiqué el año pasado: Debemos ampliar nuestra perspectiva (“De la gestión de riesgos en el marco del desarrollo sostenible”). Esta pandemia debe alertarnos acerca de la necesidad de avanzar en una gestión de riesgos efectiva y no sólo respecto al riesgo de “moda”, sino que, de todos, considerando la probabilidad de ocurrencia y el cambio climático, porque, aunque parezca dramático, los riesgos no esperan y siempre estaremos contra el tiempo. Ayer sufrimos el terremoto y tsunami del 27F, antes la erupción del volcán Chaitén, así como muchos otros eventos (incendios forestales, derrumbes, trombas marinas, derrames de combustibles, intoxicaciones, etc.). Recientemente, nos ha afectado el estallido social, el COVID-19 y estamos cada vez más expuestos al ciberataque, pues se ha generado una dependencia importante a los medios tecnológicos.
Para comprender por qué debemos ir más de prisa respecto a esta tarea, retrocedamos al terremoto del 27F de 2010, al cual se asocian 525 muertes y 23 desaparecidos (Subsecretaría del Interior, 2010); ascendiendo los daños materiales a USD 29.663 millones. Desde ese momento se adoptaron mayores medidas preventivas en relación a ese tipo de peligro, pero principalmente respecto al sistema de alerta (quedando muchas mejoras pendientes en otros ámbitos). Pues bien, se advierte la magnitud de estas cifras si tenemos presente que el Plan Nacional de Inversiones 2019-2022 anunciado por este Gobierno del presidente Sebastián Piñera, contempla un presupuesto de USD 10.000 millones, destinado al término de 25 proyectos hospitalarios, construcción de otros 25 hospitales y al estudio, diseño o licitación de 25 proyectos hospitalarios adicionales (https://plandeinversionesensalud.minsal.cl/). Es decir, los costos del 27F son casi 3 veces superiores que el presupuesto de dicho plan de inversión.
Resulta evidente entonces que el monto que se destine a hacer frente a los riesgos será menor que aquello en lo que deberemos invertir por no haber evitado lo que aparentemente es inevitable. Al respecto, el Banco mundial ha dicho que el costo en infraestructura resiliente en países en desarrollo puede traducirse en hasta USD 4,2 billones a lo largo de la vida útil de la nueva infraestructura y que en promedio, una inversión de USD 1 genera USD 4 en beneficios.
En la reducción de riesgos de desastres, el trabajo cooperativo es indispensable, pero la labor pública es sin duda el punto de partida más relevante, porque de ésta depende el éxito de una concientización efectiva y porque sabemos que es utópico esperar una autorregulación, pues finalmente la falta de ésta es lo que ha determinado la existencia del Estado. Las autoridades competentes (que son diversas dentro de sus respectivas áreas, por ejemplo: ONEMI, CONAF, SEA, DGA, SERNAGEOMIN, MINSAL, MMA, MINVU, municipalidades, etc.) deben identificar los peligros, considerando el factor de cambio climático y velar por la adopción de las medidas pertinentes (las herramientas jurídicas existen sin necesidad de esperar pacientemente que se dicte la Ley Marco de Cambio Climático).
Quiero detenerme en esto último, es decir, en cómo el cambio climático puede aumentar o gatillar un determinado riesgo, incluso de aquellos impensados. Así por ejemplo, respecto a nuestro actual foco de atención, el COVID-19, no existe evidencia científica que vincule el cambio climático con el número de contagios (sólo podemos encontrar opiniones que no se basan en una investigación oficial), pero si tenemos estudios disponibles que se refieren a la influencia del cambio climático en enfermedades respiratorias causadas por virus, cuya propagación es influenciada por el cambio climático, que puede gatillar la emergencia de zoonosis, dado el exceso de lluvia e inundaciones, calor, aumento de temperatura del mar, cambios en la vegetación, modificación de los ciclos biológicos de patógenos, así como también podría reducirse la propagación de la infección, según el caso (OMS, 2019; entre otros autores: Medi Mirsaheid, homan Motohari y otros, 2016; Alexandar Blum y Peter Hotez, 2019). Es evidente entonces que la variabilidad del clima debe ser investigada en los ámbitos más diversos.
Retomando lo referente al trabajo cooperador entre los diferentes actores, respecto a los particulares, en Estados Unidos (país que hoy puede mirarse como un mal modelo a propósito del COVID-19, pero su errada gestión obedece a otros factores) se ha advertido la necesidad de esta actividad colaborativa, implementándose programas de incentivo a privados para que voluntariamente adopten medidas de gestión de riesgos. Mismo sistema existe en Australia.