Lo que importa en las elecciones. Adaptación
“No es un programa sectorial; es la infraestructura del crecimiento de los próximos veinte años. Si queremos sostener volúmenes exportadores y una balanza comercial saludable hacia nuestros mercados de destino, el camino no es resignarse al ciclo de materias primas ni abaratar salarios; es construir la infraestructura que hace predecible producir en Chile. Invertir en resiliencia climática atrae capital, ancla empleo calificado y nos devuelve la capacidad de pagar mejor por producir mejor. Ese es el pacto que vale la pena discutir en serio”.

Chile no perdió productividad por “permisos” ni por “falta de incentivos”, sino porque su aparato productivo se quedó corto en complejidad y su industria no se modernizó. Esa fragilidad se siente donde más duele: en los costos unitarios, en la volatilidad operativa y en un mercado laboral que no absorbe a profesionales formados para tareas de mayor valor. En un país climáticamente expuesto, seguir discutiendo símbolos es un lujo; la productividad —y los empleos— se defienden blindando la base física de la producción. De eso trata una agenda de infraestructura crítica para la resiliencia climática: un camino para atraer capital, sostener volúmenes exportadores y proteger nuestra balanza comercial.
La tesis es directa: la resiliencia reduce riesgo y, cuando el riesgo cae, también lo hace el costo de capital. Los inversionistas de largo plazo —fondos de pensiones, aseguradoras, fondos de infraestructura— buscan flujos predecibles, regulación creíble y métricas de desempeño claras. Un portafolio país de proyectos de adaptación bien diseñados, con ingresos respaldados por contratos o marcos regulatorios estables, es un imán para esos capitales no porque “sea verde”, sino porque estabiliza el flujo de caja: menos interrupciones, menor merma, menos pérdidas de inventario, primas de seguros más bajas y menos CAPEX reactivo tras desastres. A la vez, la resiliencia se ha convertido en condición de acceso a mercados: trazabilidad, continuidad logística, estándares sanitarios y, crecientemente, evidencia de gestión de riesgo climático a lo largo de la cadena. Si queremos mantener volúmenes —fruta, salmón, celulosa, cobre, litio y sus encadenamientos—, necesitamos puertos operativos tras marejadas, cadenas de frío que resistan olas de calor, corredores que soporten aluviones, plantas con agua asegurada y energía estable, y alerta temprana para administrar riesgos sin detener la producción.
En la práctica, esto comienza por el agua para producir: modernizar riego a gran escala, masificar el reúso industrial y municipal, interconectar fuentes bajo una gobernanza de cuencas funcional, operar bancos de agua y programas de recarga gestionada de acuíferos, desplegar desalación alimentada con renovables para polos industriales y urbanos, y medir con telemetría para reducir pérdidas y gestionar derechos. No es solo resiliencia ante sequías: es bajar el costo marginal del agua, reducir incertidumbre y estabilizar volúmenes.
En paralelo, la energía debe ser confiable y flexible: almacenamiento en distintas escalas (bombeo, baterías, térmico), expansión y digitalización de transmisión, gestión de demanda, microredes para clústeres productivos y respaldo para cadenas de frío y data centers. La energía estable abarata todo lo demás: logística, procesos térmicos y automatización. Al mismo tiempo, la logística y los puertos requieren muelles y accesos elevados, obras de abrigo y dragado, electrificación y eficiencia termo-energética de la cadena de frío, reconversión ferroviaria para carga pesada, reforzamiento de pasos cordilleranos y centros de consolidación con respaldo energético y de agua, todo operado con pronóstico y gestión frente a eventos extremos; cada hora ganada son más toneladas embarcadas.
Este tejido físico se completa con infraestructura digital y trazabilidad —sensores, gemelos digitales de plantas y cuencas, control de calidad en línea, certificaciones climáticas y sanitarias, interoperabilidad de datos— que acelera la liberación aduanera, reduce rechazos y multiplica la confianza del comprador. Y, para no perder lo acumulado, se requiere protección frente a incendios e inundaciones: cortafuegos y manejo de combustibles, restauración de cuencas altas, defensas fluviales y drenajes urbano-industriales; cada peso invertido aquí evita pérdidas de inventario, cierres y CAPEX correctivo.
Un programa así no encarece el trabajo, lo vuelve más productivo. Donde el agua, la energía y la logística son estables, las empresas pueden pagar mejor sin perder competitividad. Donde la infraestructura reduce paradas y mermas, la automatización se orienta a aumentar valor —calidad, trazabilidad, seguridad—, no a expulsar empleo. Y donde emergen proyectos de alto estándar, se absorben profesionales de ingeniería, datos, materiales, bioprocesos, logística avanzada y economía circular. Diseñada con criterio, la resiliencia es también una política de empleo.
Para financiar este salto conviene una arquitectura mixta. Los proyectos con retornos sistémicos —agua urbano-industrial, protección de ciudades-puertos, transmisión— pueden sostener bonos soberanos o sub-soberanos vinculados a adaptación. Las obras elegibles para esquemas por desempeño —reúso, continuidad logística, pérdidas evitadas— calzan con asociaciones público-privadas y project finance mediante pagos por disponibilidad o resultados verificables. La banca de desarrollo y el crédito corporativo pueden canalizar líneas verdes con metas de resiliencia medibles, mientras garantías parciales y first-loss atraen capital privado hacia tecnologías probadas pero subutilizadas (almacenamiento, reúso, irrigación de precisión). Y el Estado puede activar la demanda temprana mediante compras públicas innovadoras que den escala a soluciones locales exportables (sensores, software, equipos).
Nada de esto funciona sin buena gobernanza: reguladores independientes, reglas claras de indexación y ajuste, ventanillas que entreguen certeza (no laxitud), estándares técnicos públicos y una cartera país transparente, priorizada por impacto —reducción de pérdidas, toneladas estabilizadas, empleos preservados—. El objetivo no es gastar más, sino invertir mejor.
El dividendo es nítido: balanza comercial más robusta y menor prima de riesgo. Cada shock climático que hoy obliga a parar plantas, perder cosechas o cerrar puertos erosiona la cuenta corriente y tensiona el tipo de cambio; la infraestructura de resiliencia convierte ese patrón en su opuesto: exportaciones estables, menores pérdidas y un perfil de riesgo-país que conversa con capitales de largo plazo en mejores términos. A escala de empresa, la historia es la misma: flujos más previsibles, mejor calificación y spreads más bajos.
Chile ya tiene ingredientes: una matriz eléctrica con espacio para seguir descarbonizando con almacenamiento, conocimiento aplicado en agua y minería, y una comunidad técnica capaz. Falta la decisión compartida de dejar de administrar el miedo y acordar una agenda nacional de adaptación productiva. No es un programa sectorial; es la infraestructura del crecimiento de los próximos veinte años. Si queremos sostener volúmenes exportadores y una balanza comercial saludable hacia nuestros mercados de destino, el camino no es resignarse al ciclo de materias primas ni abaratar salarios; es construir la infraestructura que hace predecible producir en Chile. Invertir en resiliencia climática atrae capital, ancla empleo calificado y nos devuelve la capacidad de pagar mejor por producir mejor. Ese es el pacto que vale la pena discutir en serio.







